Me miras directamente, y el temor de tus ojos me produce un instantáneo temor que no sé identificar. Tu labio inferior tiembla, y no sé cómo conservar en su exacto tamaño el pánico que se está pataleando en mi tórax. Detendría la expulsión de cada una de tus palabras que mis oídos esperan y no desean, vaciaría inmediatamente un enorme tonel de silencio que empapara la habitación y tus pensamientos. La certeza de conocer las palabras no pronunciadas es una doble tortura que te condena a escuchar dos veces la misma hiriente información. La primera vez mi cerebro lo pronuncia, la segunda vez sobra.
Sin embargo tú aún no lo sabes, porque mis pensamientos se retuercen a la velocidad de la luz y en cambio tu sombrío rostro revela un leve estupor amedrentado.
Con saberlo una vez bastaría, permíteme escapar de la habitación antes de que tus labios pronuncien las frases ya aprendidas.
Demasiado tarde.
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